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Recuerdos

Recuerdos

¡Jueves 19 de mayo, madrugada! Es una buena noche para sacar a pasear soledades e intentar envenenarlas con un café bien negro o con una buena dosis de compañía extraña, de esa que no conocemos y de la cual nos hacemos cómplices. Si eso no resulta, canjeamos el pocillo de café por un termo y cargamos contra las soledades nuevamente.
Es una buena noche para escribir. Esto lo empiezo a escribir así, en un bar de Belgrano con (por ahora) un café en la mesa, dos paquetes de cigarrillos y un montón de cómplices extraños; los cuales estamos cada uno en su mundo y que, muy de vez en cuando, nos ponemos de acuerdo y movemos nuestra cabeza de manera coreográfica hacia el televisor, que nos devuelve a modo de gratitud por prestarle atención, alguno de los goles de los equipos de turno. Esto lo empiezo a escribir así, ¿quién sabe dónde y cómo lo terminaré?

El caso es que hace tiempo ando con ganas de soñar despierto, pero no quiero andar soñando con imposibles, no quiero soñar que la mujer que me tiene con el corazón abofeteado de amor se acerca a mí y me devuelve todo lo que siento por ella sin pedir a cambio nada más que lo que tengo para darle. ¡NO! Quiero soñar con hechos concretos, con cosas que pasaron, que me pasaron. Ando con ganas de recordar.

Me acuerdo de un montón de cosas, o de sueños de chico. En realidad de lo que me acuerdo era de lo felices que éramos cuando no teníamos nada. Porque era eso, no teníamos nada ¡Y créeme que éramos felices! Nos conformábamos con que el abuelo o el padre de alguno de los pibes, nos armara un carrito con rulemanes, pero después había un problema, ¿quién empujaba? Todos queríamos subirnos al carro y no había forma de que el viejo nos hiciera un vehículo para 8 personas. ¡No alcanzaba la madera! Hoy, si a los tres años no tenés una moto a batería no existís.

Más tarde era la bici. Me acuerdo el día en que mis viejos me levantaron un 6 de enero y me llevaron al balcón para que viera lo que me habían dejado los reyes. Era una “Aurorita” rodado 16 naranja, se la podía plegar al medio. La misma tenía asiento banana y manubrio palomita. El desafío era quién lo ponía más “accesorios” (¿?) Las cintas en el manubrio, la bombita de agua entre los rayos para que representara el motor de una 500 cm cúbicos, el espejito, etc. Mi amigo el Turco, tenía una Celta azul, pero la suya era rodado ’20, en las carreras me ganaba siempre. Mis viejos nunca fueron de plata e hicieron un esfuerzo enorme por esa bici. Claro que el sueño de más grande era la “Bici-Cross” con freno contra pedal. Pero no llegamos a tanto, seguí con mi Aurorita y no me trajo ningún tipo de complejos.

Siempre que veníamos del colegio, el negocio era: revolear el guardapolvo, tomar la leche lo más rápido posible y salir con la tostada atravesada en la garganta a jugar a la pelota en la puerta o en la esquina de casa. Si alguno no podía venir porque estaba en penitencia, siempre aparecían las paletas de madera, una pelota de tenis (en el mejor de los casos) y un piedra para marcar la cancha en el asfalto. Pasábamos horas haciendo deportes de riesgo en la calle. Hasta que siempre aparecía ese grito dictatorial de tu madre, en mi caso. “¡FERNANDOOOOOO! ¡VAMOOOOOSSSS!”. Y si no ibas rápido no solo venía la dictadura y te llevaba de la oreja, sino que podías perder la salida del otro día. A esas alturas ya eran como las nueve de la noche. ¿Te fijaste que ya no hay pibes jugando en la calle? Las Playstation y la inseguridad ganaron la batalla contra los arcos hechos con piedras en la bocacalle.

Luego con la explosión de las hormonas, empezaron los juegos sexuales. Los que teníamos la suerte de ir a un colegio mixto jugábamos en los recreos a la botellita, al semáforo. ¿Por qué nunca me tocó darle un beso a la chica que me gustaba? En esa época ya se empezaban a manifestar en cada uno las famosas leyes de Murphy. Los asaltos eran algo sobrenatural, los nenes con los nenes y las nenas con las nenas. Cuando nos conseguíamos mezclar y llegábamos a los lentos, teníamos los brazos demasiado cortos para la distancia que nos pretendía imponer la dama de turno. Ella ponía sus manos en nuestro hombro de manera firme y limitadora y nosotros que apenas lográbamos poner las yemas de los dedos sobre su cintura. Poner la mano entera y acortar la distancia implicaba el veterano grito de la muchachada loca: “¡TIENE NOVIA! ¡TIENE NOVIA!” Eso era lo que peor nos podía pasar. Nuestro cerebro no se llevaba bien con nuestras hormonas. Ayudáme ¿Cómo se llaman ahora los asaltos? ¿Pijama Party? ¡Qué horror!

Mañana cumplo 35 años. Será la nostalgia que me dibuja una sonrisa al recordar todo esto. Hay millones de cosas más, pero esto se me va de las manos. Ojalá que si algún día tengo un hijo/a pueda darle un tercio de la infancia que me dieron mis viejos a mí con todas sus limitaciones.

Fui muy feliz. Hoy no tanto. Creo que el exceso de información nos limita demasiado. Cuando somos chicos no nos importa nada. A medida que crecemos nos van cargando de cosas, “que esto no, que aquello tampoco” y no solo perdemos inocencia sino también espontaneidad y frescura. Por lo menos en mi caso ha sido así. Aunque nunca dejé de ser chico quisiera volver a serlo, definitivamente.